
Hace unos pocos días la alcaldía de Zaragoza decidía cambiar el nombre del Pabellón Príncipe Felipe por el de José Luis Abós (entrenador del CAI Zaragoza fallecido el pasado año), para alegría de muchos, pero también causando un gran revuelo al ser considerado un acto antimonárquico por otros.
No es mi interés debatir sobre el tema en concreto, sino sobre lo que me han hecho sentir algunas respuestas de gente del baloncesto a un tweet de Antoni Daimiel que decía lo siguiente "Que le pongan el nombre José L Abós al pabellón P. Felipe de Zaragoza no puede equipararse a la retirada del busto en Barcelona. No es ético", alguien respondió "Querido amigo, no sé que decirte..."
Yo, que apoyé la iniciativa del cambio de nombre del pabellón a los pocos días de fallecer José Luis Abós, no me podía creer el comentario, estaba indignado, enfadado, enrabietado, incluso me sentí algo triste... preparé varias respuestas, no me atreví a publicar ninguna. No podía entender que alguien del baloncesto pusiera en duda el significado (que yo daba) del cambio de nombre del pabellón; yo tenía mi versión de los hechos, otros la suya.
Eso me hizo pensar. Yo sé la intención con la que yo apoyé dicho cambio, pero ¿acaso puedo saber yo la intención real con la que se ha hecho el cambio? Pese a que intuyo que la respuesta es acorde a mi propio motivo no puedo asegurar al 100% que así sea (aunque lo mismo pasa con quienes defiendan lo contrario).
Entonces me calmé y recordé que el cerebro sólo vé aquello que quiere ver. Cuando quieres creer en algo tu cerebro se pone en marcha para recoger toda la información que certifica la vericidad de tu creencia y trata de descartar toda información que va en contra de ella, es por eso que siendo de una ideología concreta tendemos a leer unos u otros periódicos y dar más validez a unas noticias que a otras, unos refrendan nuestras ideas y otros las ponen en duda de forma sistemática (y es así estés en el lado que estés). Es verdad que a veces buscamos fuentes distintas tratando de ser más objetivos, pero es difícil que demos la misma credibilidad a las distintas opiniones, nuestro cerebro ya está jugando con nosotros. En ocasiones no se tratá de una opinión, sino de un hecho (dejo esto para otro artículo), y ante la evidencia no nos queda más remedio que reconocer que estábamos equivocados, normalmente muy a regañadientes y con la voz bien bajita.
De hecho sabemos que el cerebro es muy bueno inventando, cuando quiere darle valor a una historia le basta con encontrar una historia o sucesión de hechos coherente para darle validez, ni siquiera tiene que haber sido real, le vale con que sea coherente... pero ¿coherente con qué? coherente con nuestras creencias y con nuestra forma de ver el mundo.
Es así que todos vemos el mundo bajo el filtro de nuestras propias gafas, gafas formadas por nuestras experiencias, creencias, miedos, etc... y como éstas son distintas para cada ser humano, cada uno vemos el mundo de una forma diferente.
Saberlo me ayuda a calmarme cuando alguien "ataca" mis "creencias", como era el motivo del cambio de nombre del pabellón. En este sentido, aunque no las comparta, tienen cabida otras interpretaciones, cada uno lo ve con sus gafas y para que sea real para otro individuo (o para mí) basta con que su historia sea coherente, él (o yo) la convertirá en real. Pero la realidad es que sólo quien ejecutó el cambio sabe la verdadera intención de sus actos...los demás sólo podemos especular sobre ellos, y hacer caso, o no, a las explicaciones que dió al respecto.
Cuando actúo así sólo me queda esperar que el otro también actúe de la misma forma, aunque soy consciente de que, ni yo siempre consigo actuar así, ni cuando lo consigo el otro me trata de la misma forma.
Por eso, para desdramatizar un poco todo me gusta recordar esta pequeña historia que me recuerda que cada uno vemos el mundo desde perspectivas diferentes, cada uno a través de nuestras gafas de vida:
Dos formas de ver las cosas:
Mi mujer y yo estábamos sentados a la mesa en la reunión de mis excompañeros de universidad. Yo contemplaba a una mujer sentada en una mesa vecina, totalmente borracha, que se mecía con su bebida en la mano. Mi mujer me preguntó:
- ¿La conoces?
- Sí, -suspiré- es mi exnovia. Supe que se dió a la bebida cuando nos separamos hace algunos años y me dijeron que nunca más estuvo sobria.
- ¡Dios mío! - exclamó mi mujer - ¡Quién diría que una persona puede celebrar algo durante tanto tiempo!
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