Hoy pensaba en lo difícil que es, para el ser humano, reconocer (o simplemente aceptar) errores y no justificarnos constantemente en los demás.
Decía un viejo proverbio árabe "quien quiere hacer algo encuentra un medio, quien no quiere hacer nada encuentra una excusa" y seguro que todos hemos estado en ambos lados de la ecuación anterior.
Cuando las cosas no salen como deseamos o esperamos solemos recurrir a las excusas tanto si el trabajo que realizamos es en grupo como si es individual... suele haber algún elemento externo en el que escudarse para justificar nuestro rendimiento... y entonces ocurre que cada vez nos fijamos más en cómo inciden los demás en nuestro rendimiento que en nosotros mismos; en el caso del baloncesto... que si mi compañero tal, que si mi compañero cual, que si los árbitros, etc...(y no hablo sólo de los jugadores, hablo de todos y cada uno de nosotros) y es curioso porque sólo podemos incidir en aquello que depende de nosotros mismos, pero al centrar nuestra atención en factores que no dependen de nosotros nos facilitamos la escapatoria de ponerlos como excusa y vuelta a empezar.
Y, tal y como comentaba en mi artículo anterior (
Con quién desayunas?) no somos responsables de todo lo que nos ocurre pero si somos plenamente responsables de como reaccionamos ante aquello que nos ocurre.
Muchas veces me he preguntado si actuaríamos igual en caso de no tener que rendir cuentas a nadie más que a nosotros mismos, y la conclusión a la que llego es que sí, que nos hemos vuelto tan adictos a las excusas que nos hemos convertido en expertos en engañarnos a nosotros mismos... sí, ya sé que suena raro, pero por increíble que parezca yo creo que es así...porque si algo no me gusta de mí tiene que ser ajeno a mí, porque si no querría decir que le puedo poner solución y no siempre estoy dispuesto a asumir mis miserias y mucho menos a esforzarme por ponerle solución siendo mucho más fácil mentirme y creerme mis mentiras.
Y hay un cuento, de la literatura oriental, que me recuerda todo esto cuando me doy cuenta que no paro de poner excusas ante mis/nuestros resultados...
La niña y el acróbata
Era una niña de ojos grandes como lunas, con la sonrisa suave del amanecer. Huérfana siempre desde que ella recordara, se había asociado a un acróbata con el que recorría, de aquí para allá, los pueblos hospitalarios de la India.
Ambos se habían especializado en un número circense que consistía en que la niña trepaba por un largo palo que el hombre sostenía sobre sus hombros. La prueba no estaba ni mucho menos exenta de riesgos.
Por eso, el hombre le indicó a la niña:
- Amiguita, para evitar que pueda ocurrirnos un accidente, lo mejor será que, mientras hacemos nuesto número, yo me ocupe de lo que tú estás haciendo y tú de lo que estoy haciendo yo. De ese modo no correremos peligro, pequeña.
Pero la niña, clavando sus ojos enormes y expresivos en los de su compañero, replicó:
- No, Babu, eso no es lo acertado.
- Yo me ocuparé de mí y tú te ocuparás de tí, y así, estando cada uno muy pendiente de lo que uno mismo hace, evitaremos cualquier accidente.
Publicaciones relacionadas