Hoy charlando con un amigo sacamos a relucir el tema de la educación (no me refiero a los modales, me refiero a la enseñanza), yo le comentaba como en los últimos años empecé a entender cosas de física que nunca entendí mientras me las enseñaban (tanto en el colegio como en la universidad), como deambulaba entre fórmula y fórmula sin saber muy bien, ni lo que significaban, ni como se usaban.
Esto me trajo a la cabeza una situación que he vivido con amigos y familiares que actualmente son padres de niños de corta edad... igual a tí también te suena, esa edad en la que no paran de preguntar ¿por qué?, al principio los tratan con paciencia incluso les dan la explicación (en la medida de lo posible), pero al ¿por qué? un millón, la paciencia se pierde y bastante tienen con contener los nervios; pero entender el por qué de las cosas suele ser la diferencia entre progresar y simplemente estar. De ahí mi dificultad inicial con esas asignaturas, no entendía el por qué de muchas cosas y resolver problemas se volvía insufrible salvo cuando eran problemas idénticos, pero con otros datos, a otros vistos anteriormente.
Cuando enseño siempre trato de explicar el por qué de las cosas que enseño, y reconozco que hay una contestación que me pone de muy mala leche y que cuando la he usado yo como respuesta ha hecho saltar un resorte interior que me avisaba ¡Alerta! (sirenas sonando)... Aquí las cosas siempre se han hecho así... Vale, siempre han sido así, pero ¿habrá un por qué? ¿no?
Y es curioso como muchas veces aceptamos por válida una respuesta o solución que nos sirvió en un momento y en unas circunstancias determinadas, sin darnos cuenta que todo cambia (
http://blog.jotacuspi.com/post/la-pecera-y-el-oceano) y que si bien esa solución puede seguir funcionando también es posible que deje de hacerlo o que haya dejado de ser la mejor solución al problema planteado bajo nuevas circunstancias, con lo que es conveniente que nos preguntemos siempre el por qué de las cosas que hacemos.
Y cuando me encuentro en esta situación me gusta recordar este cuento de Jorge Bucay (Cartas para Claudia) que me enseña a cuestionarme constantemente la validez de las soluciones que en un momento dado me funcionaron o funcionaron a otros:
ACTO PRIMERO (En casa de la pareja.) La esposa ha cocinado un hermoso jamón al horno para su marido por primera vez -por primera vez el jamón, no el marido…)
ÉL (lo prueba).- Está exquisito. ¿Para qué le has cortado la punta?
ELLA.- El jamón al horno se hace así.
ÉL.- Eso no es cierto. Yo he comido otros jamones asados y enteros.
ELLA.- Puede ser, pero con la punta cortada se cocina mejor.
Él.- ¡Es ridículo! ¿Por qué?
ELLA (duda).- Mi madre me lo enseñó así.
ÉL.- ¡Vamos a casa de tu madre!
ACTO SEGUNDO (En casa de la madre de ella.)
ELLA.- Mamá, ¿cómo se hace el jamón al horno?
MADRE.- Se adoba, se le corta la punta y se mete en el horno.
ELLA (a ÉL).- ¡¿Has visto?!
ÉL.- Señora, ¿y por qué le corta la punta?
MADRE (duda).- Bueno… El adobo, la cocción… ¡Mi madre me lo enseñó así!
ÉL.- ¡Vamos a casa de la abuela!
ACTO TERCERO (En casa de la abuela de ELLA)
ELLA.- Abuela, ¿cómo se hace el jamón al horno?
ABUELA.- Lo adobo bien, lo dejo reposar tres horas, le corto la punta y lo cocino a horno lento.
MADRE (a ÉL).- ¡¿Has visto?!
ELLA (a ÉL).- ¡¿Has visto?!
ÉL (porfiado).- Abuela, ¿para qué le corta la punta?
ABUELA.- Hombre, le corto la punta ¡para que pueda entrar en el horno! Mi horno es tan pequeño… (Cae el telón.)
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